"¡Qué bonito es el infierno!" Pensaba el anciano mientras recibía pinchazos entre las demacradas costillas.
Nunca lo llegó a pensar, pero para quien ha tenido una vida muy dura la muerte es un privilegio. Su muerte, concretamente, era lo más placentero que nunca había vivido. Y no había hecho más que llegar a aquel lugar alejado de todo dios que, para su asombro, seguía siendo un completo misterio. Delante de su ensombrecida figura sólo había tridentes y fuego; colores mágicos danzando en su derredor con un brillo inusitado que dilataba sus pupilas hasta que logró acostumbrarse a ese nuevo placer.
"Si existe un paraíso," pensó, "debo de encontrarme en él."
Una danza maquiavélica clamaba por su inmortalidad. El dolor era insoportable y la sensación de pasar así una eternidad angustiosa. Su corazón envejecido bombeaba sangre a una velocidad de vértigo, vértigo como el que estaba destinado a soportar sin la posibilidad de mover una sola pierna entumecida. El horror del abismo en el que se encontraba y al que había sido arrojado lo devoraba como las llamas de una hoguera sin fin. Una luz divina y enceguecedora aplicaba dolor a su mirada alguna vez penetrante y vacía ahora, como todo lo que había sentido alguna vez. Se rindió a la evidencia de lo inevitable y esbozó una gran sonrisa.
En un instante de nostalgia se arrepintió de todo lo que había vivido y mirando hacia lo que él creía que era arriba, gritó en un timbre de voz que nadie oiría jamás: "Gracias, Dios mío."
Nunca lo llegó a pensar, pero para quien ha tenido una vida muy dura la muerte es un privilegio. Su muerte, concretamente, era lo más placentero que nunca había vivido. Y no había hecho más que llegar a aquel lugar alejado de todo dios que, para su asombro, seguía siendo un completo misterio. Delante de su ensombrecida figura sólo había tridentes y fuego; colores mágicos danzando en su derredor con un brillo inusitado que dilataba sus pupilas hasta que logró acostumbrarse a ese nuevo placer.
"Si existe un paraíso," pensó, "debo de encontrarme en él."
Una danza maquiavélica clamaba por su inmortalidad. El dolor era insoportable y la sensación de pasar así una eternidad angustiosa. Su corazón envejecido bombeaba sangre a una velocidad de vértigo, vértigo como el que estaba destinado a soportar sin la posibilidad de mover una sola pierna entumecida. El horror del abismo en el que se encontraba y al que había sido arrojado lo devoraba como las llamas de una hoguera sin fin. Una luz divina y enceguecedora aplicaba dolor a su mirada alguna vez penetrante y vacía ahora, como todo lo que había sentido alguna vez. Se rindió a la evidencia de lo inevitable y esbozó una gran sonrisa.
En un instante de nostalgia se arrepintió de todo lo que había vivido y mirando hacia lo que él creía que era arriba, gritó en un timbre de voz que nadie oiría jamás: "Gracias, Dios mío."
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