"Éste es el relato más triste que nunca he oído..."

Ford Madox Ford (El buen soldado)

domingo, 31 de enero de 2010

Cuando sólo se puede hacer una cosa

Hoy me levanté sin hambre alguna, así que me vestí, me encerré en la cocina y me puse a hacer de comer.

viernes, 29 de enero de 2010

Cien metrónomos biológicos



Tac, tac, tac, tac... El metrónomo, inexcusable, va marcando los latidos de la vida que imita en su maquinal existencia.


Cien metrónomos al unísono, desacompasados, marcando los latidos de la vida que imitan en una estridente orgía de desesperación y nerviosismo. Uno no funciona, otro se detiene. Así, poco a poco van callando como si Moebius diera cuenta de sus tiempos.

Van marcando el tempo, como una viuda que parpadea esperando un instante de eternidad que sabe que no va a llegar. Ya no quedan ni la mitad, cincuenta metrónomos han detenido su obsesivo tac, tac, tac, tac...

Los que quedan van tocando un réquiem por sus compañeros silenciados, a sabiendas de que ellos también se detendrán dentro de no mucho.

Tac, tac, tac, tac... Unos se van deteniendo lentamente. Otros enmudecen de golpe. Todos van siendo asistidos por el silencio, un silencio que se va abriendo paso y ya apenas se oye el movimiento oscilante de tres aparatos.

Los tres están asustados, uno de ellos más cansado que los otros dos. Ya casi ni respira, todos pendientes de su muerte que llega como había anunciado. Dos corazones permanecen, luchando por prevalecer uno sobre el otro, hasta que sólo queda uno, solitario y asustado.

Tac, tac, tac, tac... Poco durará su movimiento regular, como acechado por un viento invisible que amenaza con no soplar. Tac, tac, tac... Va notando la oscuridad que lo rodea, que lo abraza con su cálido manto soporífero, que lo acoge en su maternal seno. Tac, tac... Observa a sus compañeros, a sus noventa y nueve compañeros, que lo han abandonado a correr su misma suerte. Tac... Desesperado se lanza al abismo, se lanza a la resignación de su destino que le espera a la altura de la cuerda que se le agota.

Ya no se oye latir su corazón. Pronto dejará de oscilar. Va consumiéndose, va deteniéndose hasta que ya no puede hacer más que esperar a que suceda algo. Y sucede. Ya no escucha su corazón, ya va deteniéndose como los de sus noventa y nueve compañeros que lo rodean, que lo señalan con sus respectivas quietudes.

Ya apenas lo oigo. Ya enmudece en su balanceo menguante. Ya se detiene. Ya muere.

martes, 26 de enero de 2010

Bollos y molletes


Los mejores momentos para reflexionar nos sitúan en la hora de la comida o del sueño, justo cuando más nos sumimos en nuestros pensamientos. Así es como, preparando una suculenta y calórica merienda, se me ocurrió pensar en panes y bollos.

Mi disquisición comenzaba cuando, encontrándome abriendo un mollete para rellenar con alguna otra sustancia, pensé en la razón de su nombre. ¿Por qué mollete? Es un nombre demasiado ridículo que no le hace ninguna honra. Además, el diminutivo de bollo, si la convicción y la experiencia no fallan, debería ser bollete. No entiendo entonces para qué hacer esa distinción que supone un abismo entre una palabra y otra de la misma familia.


Los caprichos del lenguaje obligan a distinguir entre bollo y mollete (me sigue sonando devastador ese nombre) porque para todo hay un nombre y sólo un nombre. Por ejemplo, si le ponemos un relleno, da igual el que sea, seguirá llamándose igual tanto en el bollo como en el mollete. La diferencia fundamental radica, entonces, no en el contenido, sino en la sustancia que lo contiene.


A partir de ello cabe preguntarse: ¿por qué el mollete se llama mollete y no bollete? Ustedes se reirán, pero es algo que me desquicia totalmente. Yo no voy a la panadería y pido un mollo, no me lo darán. Encima, me mirarán con cara de loco solamente por ceñirme a la estructura lingüística de nuestro idioma.


En resumidas cuentas, vigilen bien que hablen con estricta rigurosidad porque, al parecer, la lógica más aplastante no rige el mundo en el que vivimos, sino que nos domina el lenguaje, el poder de la palabra. Piensen, si no, en la creación del mundo ofrecida por la Biblia: "dijo Dios -Hágase la luz- Y la luz se hizo."


¿Se dan cuenta? Dijo Dios. ¡Dijo! No que lo pensara o lo fabricara con sus manos, no; lo primero fue el verbo, la palabra, y tras ella vino el resto. De modo que ahora, si quiero emular a ese dios, me levanto de mi asiento, bajo a la panadería más cercana y exijo un mollo. ¡Y ay del pobre que no me lo dé...!

viernes, 22 de enero de 2010

La mujer con cara de cerdo

Cuando la vi no pude evitar reirme de su cara de puerco. Puedo parecer ofensivo, pero no; la tenía, tenía cara de puerco. El cuerpo de una mujer, de una excelente mujer, bien formada y bonita como la que más, con curvas sensuales definiendo su silueta y olores embriagadores impregnando su ropa. Pero tenía la misma cara de un cerdo. No es que fuera similar o con rasgos parecidos o de la misma tonalidad, no: era la cara y la cabeza propia de uno de esos animales, que parecía que había cambiado su cuerpo por el de una mujer.

No era fea, nada fea. Simplemente, que tenía la cara de un cochino.

No pude evitar reirme, lo siento. Es que me resultó de lo más interesante del mundo; una cabeza de cerdo sobre el cuerpo de una mujer. Por supuesto, eso tenía que ser amor, porque hedía. Además, no me extrañó que el dueño inicial de la cabeza hubiera preferido aquel cuerpo. Era un cuerpo muy deseable.

Cuando terminé de reirme me miró, me miró con su cara de guarro cebado y no pude evitarlo. Más tarde, retozábamos en el barro mientras aprovechaba, como si toda ella fuera el animal, la integridad de su cuerpo. Todo era comestible. Todo, claro está, salvo su cara de puerco.

miércoles, 20 de enero de 2010

Demonios de colorines



"¡Qué bonito es el infierno!" Pensaba el anciano mientras recibía pinchazos entre las demacradas costillas.

Nunca lo llegó a pensar, pero para quien ha tenido una vida muy dura la muerte es un privilegio. Su muerte, concretamente, era lo más placentero que nunca había vivido. Y no había hecho más que llegar a aquel lugar alejado de todo dios que, para su asombro, seguía siendo un completo misterio. Delante de su ensombrecida figura sólo había tridentes y fuego; colores mágicos danzando en su derredor con un brillo inusitado que dilataba sus pupilas hasta que logró acostumbrarse a ese nuevo placer.

"Si existe un paraíso," pensó, "debo de encontrarme en él."

Una danza maquiavélica clamaba por su inmortalidad. El dolor era insoportable y la sensación de pasar así una eternidad angustiosa. Su corazón envejecido bombeaba sangre a una velocidad de vértigo, vértigo como el que estaba destinado a soportar sin la posibilidad de mover una sola pierna entumecida. El horror del abismo en el que se encontraba y al que había sido arrojado lo devoraba como las llamas de una hoguera sin fin. Una luz divina y enceguecedora aplicaba dolor a su mirada alguna vez penetrante y vacía ahora, como todo lo que había sentido alguna vez. Se rindió a la evidencia de lo inevitable y esbozó una gran sonrisa.

En un instante de nostalgia se arrepintió de todo lo que había vivido y mirando hacia lo que él creía que era arriba, gritó en un timbre de voz que nadie oiría jamás: "Gracias, Dios mío."

martes, 19 de enero de 2010

El yogur o de los pezones


Compruébenlo. ¿Nunca han probado a ingerir uno de esos yogures de medio litro que se venden en vasos de plástico similares a los de los cafés de alguna multinacional extranjera? Sí, esos que parecen imposible terminar pero que una vez probada la primera cucharada es imposible dejarlos a la mitad. Pues inténtenlo, que es imposible decir que no son adictivos con esos tropezones de fruta que colman el vaso hasta hacerlo rebosar.

Como iba diciendo, uno se sumerge en ese vaso sin fondo, en ese vaso inicialmente profundo y repleto de calorías, y no puede dejar de pensar que en esos tropezones de melocotón están contenidos otros pezones mucho más sabrosos y maternales. Aunque igualmente nutritivos. Porque en la palabra tropezón está contenida la palabra pezón y eso, por desgracia, es innegable. Pero no nos rindamos a la estúpida evidencia y vayamos un poco más allá, a la cuestión de los lácteos.


¿Por qué demonios esos malditos yogures que bien podrían llamarse "atascaburras" debido a la tremenda satisfacción que producen son tan adictivos? ¿Seguro que son tropezones lo que llevan, seguro? Porque es curioso que traigan al recuerdo el gesto alimenticio primigenio, máxime si se trata de succionar lácteos saboreando tro-pezones de gustoso sabor.


Que dicho yogur con tropezones pueda verterse sobre otros pezones es algo que huelga decirlo y que deberíamos probar, como poco, una vez en la vida. ¡Nadie se prive de recordar su más bendita infancia hartándose como un cerdo cebado de lácteos bien nutritivos y sabrosos como un bicho cualquiera buscando la teta más jugosa de la camada! Porque sí, la alimentación, si es como nos la enseñaron de pequeños, es más gratificante entre pezones que con tropezones.

lunes, 18 de enero de 2010

El primer día del resto de mi vida

Empezar un blog personal es tarea ardua y muy cansada por varias razones: hay que mantenerlo actualizado, escribir eventualmente y procurar mantener un interés mínimo que asegure una cantidad decente de visitas. Y por naturaleza soy bastante vago. No parece una gran combinación.

No obstante, cada vez son más las personas que me instan a embarcarme en un pequeño proyecto así con tal de leerme y, por supuesto, criticarme. Nadie se prive de este deporte tan nuestro. Además, necesito que se me critique, que se me exija una diversidad literaria lo suficientemente extensa como para dar cabida a todos los lectores que quieran ampliar sus horizontes tanto ociosos como algo más intelectuales.

Hoy he vuelto de la facultad, cansado por tener que transportar un mueble hasta un segundo piso y recrear una especie de tetris de tamaño real para introducirlo en su despacho correspondiente a través de angostos pasillos. No es esa mi carrera, pero a este paso será a lo máximo que aspire. De modo que vuelvo a enfrascarme en mis libros y lecturas y mañana será otro día para contar cuentos. Al menos, hoy he aprendido cuántos filósofos hacen falta para transportar un roído mueble para colocar libros en un despacho... Cuantos aspiren a una matrícula.