"Éste es el relato más triste que nunca he oído..."

Ford Madox Ford (El buen soldado)

sábado, 21 de mayo de 2011

El mar del infinito

En un psiquiátrico todos son locos. Los doctores caminan por las asépticas salas bien pertrechados entre sus batas blancas. Son inocentes, son infinitos. Alguien da una voz muy fuerte; no lo soporto, es como para volverse como ellos.

Una mañana me dieron la medicación mal, tomé las pastillas de un maniático depresivo y me balanceé bien sujeto a una lámpara de pie, caí y me tumbé sobre la pared. Nadie me creyó hasta que maté a unos cuántos.

El comedor es una amplia estancia llena de animales enjaulados, trinando como pueden y rechinando los dientes de los que se alimentan más allá de los barrotes. Cada uno viste como quiere, o como le dejan. En cualquier caso, no hay ni uno sólo que esté mínimamente civilizado. Mastican con las bocas abiertas, a uno se le cae la baba, otro se come sus propios mocos. Dan verdadero asco.

¡Maldita sea! ¿Por qué siempre se olvidaban de mí? Siempre les prestaban toda su atención a aquellos despojos de la sociedad. ¿Acaso podrían curarse? Estaban condenados de por vida y creo que mi voluntariado hacía mucho más por ellos que ellos mismos. Hasta que se cansaron y huyeron. Me dejaron allí sólo y abandonado, encerrado entre las mismas paredes que los constreñían a ellos, a los locos, a los crueles y los malvados. No entiendo por qué me culparon cuando la emprendí contra ellos; les hice un gran favor a todos los que claudicaron.

El psiquiátrico tenía, por otra parte, un magnífico jardín. Era la única estancia que respetaban. Allí era donde todos ejercían su libertad y se comuicaban y relacionaban entre ellos. Resultaría curioso observar cómo una mujer ausente resultaba violada por un hombre cohibido. Todos se peleaban por el balancín, todos querían un hueco en ese juego de niños. Siempre lo ocupaban los mismos: a la mujer violada le tenían miedo porque de un muerdo arrancó una oreja de su agresor y sólo un hombre se atrevía a balancearse con ella. También a él le temían.

Pero no me puedo quejar demasiado. La estancia entre mis compañeros no es desagradable siempre que omita las miradas vacías y bobaliconas de esos pobres muertos de hambre. Dijeron en el periódico que aquí se experimentaba con los pacientes. No es cierto, son ellos los que experimentan con nosotros...

Aquel hombre tenía un rostro duro y doliente. No parecía loco, sólo era un perturbado sin vida.

A veces me siento solo. Estoy rodeado de gente que no piensa, que no sufre. Aquí sólo se tiene miedo. Nadie sabe lo que significa estar aquí. Nadie salvo yo. Ningún doctor puede solucionar sus problemas, ¿cómo va a solucionar los de los internos?

Nunca hablaba, tan sólo escribía y escribía letras y cartas interminables que guardaba dentro de una cajita de madera carcomida. En todo momento, no sabía hacer otra cosa.

No entiendo por qué me abandonaron, éste es un lugar horrible. Sólo una mujer parece humana. Una vez, al menos, fue humana. Hay días que hasta me mira, otros sólo se limita a balancearse conmigo en el columpio. Nadie de aquí dentro está sano, mucho menos los doctores con sus batas blancas. Pero no importa porque pronto me iré. Yo estoy aquí voluntario.



Terminó su última carta, se vistió con su mejor traje, tomó de la mano a su mujer que lo observaba escribir unos segundos antes en el silencio de los árboles y, tomando las llaves del recinto, expulsó de allí a todos los internos y los doctores.

En el salón grande, aquel en el que se subió una vez a la lámpara, el mismo en el que mató a varios de los locos que por allí pululaban, sonó una dulce melodía. Tomó las estrechas caderas de la mujer entre sus manos y bailaron con ternura, despacio, mirándose a los ojos vacíos de penumbras.

Fuera, los demás gritaban de angustia y dolor estremeciéndose por los suelos.

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